“África sí tiene historia”: por qué cada vez habrá menos posibilidades de ignorar al “continente que Occidente eligió olvidar”

Françoise-Xavier Fauvelle: “No existe ni un solo africano o afrodescendiente que no haya visto radicalmente impugnada en los planos jurídico, científico, filosófico, teológico, económico y psiquiátrico la humanidad de sus antepasados”. “¿Qué imágenes, qué ideas vienen a nuestras cabezas cuando aludimos a África?”, se pregunta la historiadora argentina Marisa Pineau en su prólogo para África sí tiene historia, el nuevo libro del historiador y arqueólogo francés Françoise-Xavier Fauvelle.Y responde: “Un exceso de estereotipos y representaciones peyorativas de las comunidades humanas que la pueblan o que la dejaron en sucesivas diásporas; un exotismo rancio en algunos casos y, en muchos otros, un paternalismo cándido, que entre las africanas y los africanos se complementa con el nada oculto sentimiento de estar en una condición subalterna y de minoridad frente al modelo imperativo del ‘hombre blanco’”.África sí tiene historia, editado por Siglo XXI, es una transcripción de la “Lección inaugural de la cátedra de Historia y Arqueología de los Mundos Africanos del Collège de France” que dio el autor en 2019. Su objetivo es demostrar que este continente tuvo un rol primordial en la historia de la humanidad, a contramano de la creencia -popularizada por el entonces presidente francés Nicolas Sarkozy- de que “el Hombre africano no ha entrado lo suficiente en la Historia”.“África, aunque siempre ha estado ahí, desde hace muy largo tiempo vio desconocida su copresencia en el mundo”, afirma el autor, que apunta contra el colonialismo que terminó definiendo el curso del continente, entre el saqueo de recursos naturales, la división del territorio entre las potencias europeas y los más de 12 millones de hombres, mujeres y niños africanos que fueron trasladados como esclavos para su explotación en las colonias americanas.“África sí tiene historia” (fragmento)”África sí tiene historia”, de Françoise-Xavier Fauvelle, editado por Siglo XXI. En 2007, en Dakar, un presidente de la República Francesa declaró, con la convicción propia del sultán que enuncia un saber de Estado, que el “Hombre africano no [había] entrado lo suficiente en la Historia”. Fueron muchos los que denunciaron y contradijeron esta declaración. No les faltaron motivos para hacerlo. Sin embargo, me parece que no se ha medido del todo el alcance de esa frase.En efecto, el problema no es que se la haya pronunciado, sino que haya sido (y todavía sea) audible. Lejos de que el Hombre africano, con H mayúscula, padezca una carencia de Historia, con otra H mayúscula, son antes bien nuestras sociedades contemporáneas aquellas que sufren la negación de la historicidad de las africanas. Una negación que puede expresarse abiertamente, tanto como de mil maneras más atenuadas: en los museos, mediante la estetización de los objetos africanos; en los documentales y entrevistas, mediante la folclorización de las sociedades africanas; en las charlas de sobremesa que, con la fetichización de sabidurías inmemoriales, pretenden ser las más caritativas. Una negación que también se expresa en el indignante aplomo con que una columnista del mundo de la farándula o un comentarista deportivo se ven autorizados a hablar de la esclavitud de los negros o de la experiencia cotidiana del racismo, como si su ignorancia en estos temas constituyera un estado compartido del conocimiento.Habría mucho que decir sobre lo que en verdad puede significar “no haber entrado en la Historia”. ¿Dónde está esa morada-Historia en la cual ciertas sociedades habrían entrado pero otras no? ¿Cómo se hace para encontrar la entrada de la Historia? ¿Hay allí bastante espacio para todo el mundo y, una vez dentro, temor de ser expulsados? Si bien se puede bromear con esta metáfora, no resulta tan fácil sacarse de encima la concepción que ella transmite, la de una Providencia que elige o condena, que nos ha aceptado o nos ha librado a una eterna repetición, en una suerte de estado vegetativo de las sociedades.Despidámonos de esas fantasías. Si solo debemos tener en consideración el presente, confiemos en el asombro. Françoise Héritier (1933-2017), que de 1982 a 1999 fue titular de una cátedra de Estudios Comparados de las Sociedades Africanas en el Collège de France, historiadora de formación, convertida a la antropología por Claude Lévi-Strauss, a quien sucedió como especialista en sistemas de parentesco, recordó ya desde su lección inaugural la excepcional diversidad social del continente.Las alrededor de 2400 lenguas habladas en África; la invención religiosa manifestada en el culto de las divinidades del territorio, de los espíritus, de los héroes o los antepasados, que no cesaron de transformar las religiones no monoteístas y de habitar los cristianismos e islamismos africanos; la complementariedad política y económica que hace cohabitar reinos centralizados y sociedades fundadas sobre divisiones etarias, poblaciones mercantiles y nomadismo pastoral; o incluso el dinamismo técnico referido a los materiales líticos, cerámicos y metalúrgicos, al armamento, las herramientas, los adornos, el mobiliario, la arquitectura y el arte. Todo esto es fruto de fuerzas creativas que constituyen el nervio motor de la historia.Esta diversidad es el otro nombre del ser en el tiempo de las sociedades. Felwine Sarr recordó hasta qué punto esa diversidad, tan presente, resiste a la episteme técnica, antaño colonialista, hoy desarrollista, y debería bastar para impedirnos caer en bloque en el afropesimismo o en la afroeuforia.Nicolas Sarkozy: “El Hombre africano no ha entrado lo suficiente en la Historia”. (STEPHANE MAHE/)Nunca es superfluo recordar que las sociedades africanas están hechas de la misma materia histórica que cualquier otra. En efecto, África, aunque siempre ha estado ahí, desde hace muy largo tiempo vio desconocida su copresencia en el mundo. Uno no puede ser historiador de África, arqueólogo, especialista en historia del arte, sin verse en la obligación de remontarse a la genealogía de este desconocimiento, cada vez que busca profundizar el saber mismo.Remontémonos, entonces. Sigamos a Achille Mbembe cuando escribe que las experiencias poscoloniales africanas deberían ser (y sin embargo no son) el gran tema de observación de nuestra época, porque no bien se puede salir de la “gran noche” colonial (expresión tomada de Frantz Fanon), tanto los fracasos políticos como las múltiples experiencias sociales son el laboratorio de nuestro porvenir humano; porque la condición de nègre, forma de deshumanización mercantil en vías de universalización, se ejerció primero a expensas de los africanos; porque África no carece de historia, sino que quizá se adelanta a lo que vendrá.Vayamos más atrás aún, a la época de su dominación por poderes europeos. Escuchemos a Jacques Berque (1910-1995), quien había sido interventor civil en Marruecos bajo el régimen del Protectorado, cuyos desaciertos denunció enérgicamente antes de que sus trabajos lo trajeran al Collège de France, a la cátedra de Historia Social del Islam Contemporáneo, que ocupó desde 1956 hasta 1981. Zanjando los ya recurrentes falsos debates sobre el saldo positivo o negativo del balance de la colonización, en ese entonces nadie habrá expresado con tanta claridad que esta última fue a la vez un sistema de depredación económica y un sistema constructor de infraestructuras y escuelas; que el colonialismo es una ideología en cuyo contexto se cultiva la nostalgia por las sociedades que ella misma destruye.El filósofo alemán George Wilhelm Friedrich Hegel, en el primer tercio del siglo XIX, y antes de él las Luces francesas y alemanas del siglo XVIII, tenían una filosofía de la historia parecida a la de aquella morada en la cual se entra o no se entra. Merced a una gracia divina, el Espíritu de la historia se había posado cual rayo de sol sobre regiones sucesivas del mundo. Había comenzado, al parecer, por Oriente, luego se había posado, cada vez de manera más evolucionada, menos infantil, sobre Egipto, Grecia, Roma, y actualmente sobre Europa occidental, en espera hasta elegir una civilización nueva. Morada, espíritu o luz: la Providencia cambia de instrumento. Sin embargo, en definitiva, se trata de la misma concepción que podríamos llamar “burguesa” de la historia: se la recibe sin peculiar mérito, aunque su principio no va a ser discutido (a fin de cuentas, resulta de lo más confortable).Un punto en común entre las filosofías insuficientes de ayer y la negación perentoria de hoy es que África ya no estaba en el programa. Con todo, no se puede decir que esto se debió a que, desde el inicio de la expansión europea del siglo XV, no se reconoció la exuberante población del continente africano. Sucede incluso lo contrario: lo que sorprende es que la filosofía de la historia adoptada por el Occidente moderno evita a África tan decididamente como, en la ruta de Oriente, los viajeros eluden el obstáculo geográfico africano. Y no es fruto de la casualidad que Europa elija desconocer a las sociedades africanas en el mismo momento en que sus compañías mercantiles se proveen, en oficinas costeras de África, de esclavos para su explotación en las colonias americanas.De este modo, cerca de doce millones de mujeres, hombres y niños fueron víctimas embarcadas de ese tráfico atlántico; eso, sin contar los millones de personas víctimas indirectas de este comercio, asesinadas en las razias practicadas tierra adentro por las compañías africanas costeras, ni las otras tantas nacidas en esclavitud a lo largo y a lo ancho del continente americano. Que el tráfico atlántico tenga una importancia histórica singular no se debe solo a que todas o casi todas las expediciones negreras dejaron archivos, tampoco a que la economía del mundo moderno sea tributaria de la riqueza generada por ese comercio entre las naciones esclavistas; se debe a que la experiencia del tráfico vivida por los esclavos africanos, transportados de un continente al otro, reducidos a la condición de mercancías, a la vez víctimas e instrumentos de la mundialización, constituye el punto a la vez central y ciego de la modernidad. Así, Norman Ajari tiene razón al observar que hoy en día no existe ni un solo africano o afrodescendiente que no haya visto radicalmente impugnada en los planos jurídico, científico, filosófico, teológico, económico y psiquiátrico la humanidad de sus antepasados.

Fuente