“Tengo el jacuzzi más alto del mundo”. El único temor del ermitaño que vive en uno de los parajes más inhóspitos del país

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a fondo “Tengo el jacuzzi más alto del mundo”El único temor del ermitaño que vive en uno de los parajes más inhóspitos del país Texto: Leandro Vesco // Fotos: Santiago Filipuzzi 8 de junio de 2022 .scrl-titulo-block.scrl-volanta.scrl-titulo.scrl-titulo span.nd-apertura__nombre span.nd-apertura__nombre span a.nd-parrafo__first.nd-parrafo__first:first-letter.nd-parrafo__txt.nd-foto__epi,.nd-fotoisla__epi.nd-foto__epi span,.nd-fotoisla__epi span.nd-destacado.nd-destacado__frase.nd-destacado__firma.nd-trust@media (max-width:768px)}@media (max-width:480px).scrl-titulo-wrapper.scrl-titulo span.nd-apertura__nombre.nd-apertura__fecha.nd-fotoisla.nd-fotoisla__fig:last-child.nd-parrafo__txt.nd-destacado__frase.nd-trust}PARAJE BOTIJUELA, Catamarca.- “Sólo tengo miedo de encontrarme con otro ser humano, eso sería terrorífico”, confiesa Simón Morales (62 años), el único habitante del paraje Botijuela a 4200 metros de altura, a un costado del Salar de Antofalla, en lo profundo de la provincia de Catamarca, uno de los más extensos del mundo y de los rincones más inhóspitos y aislados de Argentina. Vive en una casa de adobe que él mismo construyó en la cima de un geiser rodeado de hielo y nieve, con una boca de agua termal que humea en días donde la temperatura baja hasta 20 grados bajo cero. “Tengo el jacuzzi más alto del mundo”, confiesa.

“Vivo solo pero no me siento solo”, afirma Morales. La realidad de su existencia es un desafío para la supervivencia humana. Su entorno es extremo, en el salar nada crece. La blancura cegadora de sus 163 kilómetros de extensión no son alterados por ninguna vegetación, ni siquiera se ven animales. Llueve dos días al año. “Con suerte cuando son años llovedores”, afirma. El imponente volcán Antofalla, el tercero más alto y activo del mundo, con sus 6437 metros, domina esta naturaleza que no ha sido modificada desde hace millones de años. Su pico, con nieves eternas, es codiciado por andinistas de todo el planeta. “Ahora que se acerca el invierno, paso siete meses sin bajar al pueblo”, asegura. Se refiere a Antofagasta de la Sierra, a 96 kilómetros de distancia. Para llegar hasta allí debe cruzar una huella que atraviesa por el Abra de los Colorados, a 4600 metros de altura. A lomo de mula necesita por lo menos dos días, haciendo noche en la Quebrada del Diablo, donde existe un malherido puesto de adobe con techo.

Tiene una camioneta Hilux modelo 2000, si logra arrancarla, el viaje se reduce a seis horas, en un camino en el que no se puede ir a más de segunda, pero es una aventura muy costosa. El litro de gas oil (no siempre se consigue) alcanza hasta los $200 en el pueblo, en una improvisada estación de servicio en donde sólo se acepta efectivo. “No me gusta mucho estar en el pueblo, yo encontré mi propio paraíso”, se confiesa. SENSACIÓN. “Vivo solo, pero no me siento solo”“Es común verlo cuando está enfermo o en Navidad, o Año Nuevo”, afirma Pedro Ramos, director de turismo de la localidad puneña. “Trae carne de cordero para vender, compra algunas cosas y se va”, cuenta. Tiene un ladero: su perro Kike. Recibe una beca social de la Municipalidad de $5.500 y ese es su único contacto con el dinero. Más que eso no cobra. “Vive del turismo y de la cría de animales, incluso ahora tiene algunas llamas”, sostiene Ramos.

En Antofagasta de la Sierra tiene hermanos. No tiene hijos, ni mujer, pero nombra una “Patrona” que lo espera, una Dulcinea del Toboso que a veces está en Los Nacimientos, en Belén, Antofalla o en la primera localidad. “Mi patrona no quiere venir a esta casa de Botijuela porque está muy solita en la nada misma”, confiesa. Qué es verdad y que no lo es, es todo un misterio en la vida de Morales.

Primitiva y camuflada por la montaña, su casa es sencilla, y parece haber echado raíces, los vientos huracanados que atraviesan el salitral, no la afectan. Cercada con piedras, en 2015 el gobierno provincial le instaló un panel solar, pero la batería ya está vieja y son más las horas en las que se tiene que alumbrarse con velas de las que lo hace con un foco. También le instalaron una antena de internet, que no la actualidad no capta señal. “Casi todas las cosas que tengo no funcionan”, afirma.

Pero muestra su gran adquisición: una radio con pasacasete de los años 80. “Estoy fascinado, me costó treinta corderos”, la muestra como si fuera el último adelanto tecnológico. En esta soledad irreal, lo es. Señala la casetera. “Puedo poner música”, agrega Simón. ¿Llega alguna señal radial a este universo de viento y sal? “Hay días que sí, pero a veces paso muchas horas delante de la radio esperando que alguien hable”, reconoce Simón. Las pilas son su tesoro. PARAÍSO. Morales vive en una casa de adobe que él mismo construyó en la cima de un geiser rodeado de hielo y nieve“No me puedo quejar, tengo el paisaje más lindo sólo para mí”, cuenta Morales. La casa está en lo alto de un cono volcánico y dentro de la Vega Botijuelas, un sitio resguardado por la comunidad Kolla Atacameña, cuyo cacique está en el vecino pueblo de Antofalla, a 35 kilómetros. En la zona también operan mineras que extraen litio, gran parte de ellas de capitales norteamericanos. Sus vecinos más cercanos están en otro paraje, Las Quinoas, donde vive una sola familia, a 25 kilómetros.

Las vegas son las únicas áreas fértiles de terrenos inhóspitos como los salares, y se producen por un surgente de agua que nace desde el interior de la tierra, a veces son arroyos o corrientes de aguas subterráneas que emergen a la superficie. El único lugar del salar con vegetación, es la casa de Morales. Todo el año tiene agua dulce, pero desde mayo comienza a congelarse. Los pocos animales que viven en esta altura se acercan a su casa. Cría ovejas, son su sustento. “Pero cada tanto aparece el león”, dice. En la Puna catamarqueña así lo nombran al temido puma, que acecha detrás de las rocas. “Es una de las razones por las cuales no puede abandonar su casa, los leones le comen todos los corderos”, afirma Ramos.

“No recuerdo cuando vi a un médico”, cuenta Morales. Confiesa que a veces siente dolores de cabeza, pero no tiene medicamentos. Le preocupa su huerta. “Este año algo pasó, las papas y el maíz, vinieron muy chiquitos”, afirma. A pesar de estar a 4200 metros de altura, su agilidad sorprende. Avanza dando saltos y zancadas. De repente sale corriendo, y vuelve con una madera. “Paso muchas horas buscando leña”, señala al imponente e inorgánico paisaje, buscando una respuesta. O una señal. “Sólo tengo miedo de encontrarme con otro ser humano, eso sería terrorífico” Simón Morales“Me cansé de internet”, reniega Morales cuando muestra su celular. Saca fotos al equipo de LA NACION. “Se la voy a mandar al presidente para que vea que me vienen a visitar”, sostiene. El celular está apagado. “¿El mundo? ¿qué pienso del mundo? Sé que hay una guerra, y no puedo entender cómo un ser humano puede matar a otro ser humano, ¡si somos iguales!”, dice Morales.

“Desde que yo tengo conocimiento toda su vida vivió en Botijuela, debe haber salido para hacer el servicio militar nomás”, afirma Ramos. Sus abuelos y sus padres vivieron allí. Se ha ganado su lugar en su paraíso. Desde hace algunas décadas su presencia era un mito. Antes de la aparición de las camionetas de doble tracción, nadie se acercaba a su casa. Se decía que había un ermitaño, pero pocos confirmaban su existencia. Desde la última década, lo van a visitar aventureros y viajeros. “Me tienen que dejar algo a cambio”, advierte Morales.

“Yo cobro para que tengas una visión del paraíso, ese es mi trabajo”, asegura Morales. A cada camioneta le cobra $1000 y no es mucho: ese pasaporte no sólo incluye una panorámica única y bella de todo el Salar de Antofalla y la impresionante columna de los seismiles, la cadena montañosa de volcanes activos más altos del mundo, sino el baño en el agua termal. “Los días más fríos, es cuando más caliente sale el agua”, asegura. “No hay otro lugar así en el mundo”, sostiene. Posiblemente tenga razón.

“Todos los que lo visitan le llevan provisiones y medicamentos”, afirma Ramos. Es un acuerdo que se respeta y que los pocos habitantes de la Puna recuerdan a quienes comienzan la travesía de llegar hasta Botijuela. Arroz, fideos, productos no perecederos, medias, pulloveres, remeras XL y zapatos número 41, pan, pilas grandes y medicamentos. Mientras el hielo lo va cercando, y el invierno avanza, Morales muestra una colección de piedras que encuentra en sus caminatas. Se destacan las obsidianas, el vidrio volcánico. “Acá el espectáculo es a la noche, todo el cielo, el lucero y las estrellas, se acercan y todo se ve tan clarito”, resume Morales la postal de su vida en el corazón de la soledad. AGILIDAD. A pesar de estar a 4200 metros de altura, su agilidad sorprende; avanza dando saltos y zancadasConforme a los criterios de Más información Créditos Edición periodística Nicolás Cassese@nicasseseEdición fotográfica Aníbal Greco@anibalgrecoEdición de video Julieta BolliniDiseño María Rodríguez Alcobendas@merirodriguez Compartí
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