Perú arrastra su perenne crisis política un año después de la caída de Pedro Castillo

Un año después de su suicidio político, el legado del expresidente Pedro Castillo y las circunstancias que rodearon su destitución continúan generando debate y división en Perú, un país atascado perennemente en una crisis política que no tiene visos de solucionarse a corto y medio plazo.

En medio de una de estas crisis, Castillo fue elegido presidente entre promesas de cambios profundos para un país que antes de su ascenso tuvo tres presidentes en poco más de dos años. Su detención cuando intentaba disolver el Congreso y nombrar un gobierno de emergencia para librarse así de su tercera moción de censura es todo un reflejo de lo que lleva siendo durante años la agitada política peruana.

Castillo se encuentra actualmente en prisión preventiva en el penal de Barbadillo, la conocida como cárcel de los expresidentes, donde comparte instalaciones con otros ilustres de la política peruana, hoy en horas bajas, como son Alejandro Toledo y Alberto Fujimori.

Allí permanece mientras continúa su investigación por supuesta rebelión, conspiración y abuso de autoridad. Justo cuando se cumpla un año de su caída este jueves, el Poder Judicial valorará su petición para anular su prisión preventiva.

No obstante, su liberación está lejos de producirse por el momento, puesto que a esta reclusión se le suma otra de 36 meses por un supuesto caso de corrupción que le sitúa como cabecilla de una organización criminal tejida en torno al Ministerio de Vivienda y Petro Perú.

CRISIS PERMANENTE

El mandato de Castillo fue un fiel reflejo de lo que es la política peruana. Una inestabilidad que quedó manifiesta en los cinco equipos de gobierno –con más de 70 ministros– que tuvo en solo 16 meses. Incapaz de dotar de estabilidad y rumbo al país, tuvo que vérselas además con un Congreso hostil, perdiendo incluso el apoyo de su propio partido, Perú Libre, tras las desavenencias con su líder, Vladimir Cerrón.

A los problemas de liderazgo de algunos mandatarios, se les suma un sistema de partidos a los que se les reprocha su incapacidad para recoger las demandas de la población y de fomentar la ingobernabilidad del país, con la recurrente amenaza de la vacancia presidencial sobrevolando la figura del presidente.

Este recurrente cambio de mandatarios está más ligado al diseño de las instituciones peruanas, que facilitan tanto al Congreso como al presidente anular las facultades del otro, que a los casos de corrupción que han podido perseguir a quienes un día ocuparon Casa Pizarro.

Esta inestabilidad –con Dina Boluarte son ya seis presidentes en cuatro años– además ha hecho que desde las últimas tres décadas no se hayan impulsado nuevas reformas estructurales, afectando seriamente a su economía.

UNA CAÍDA QUE NO HA CAMBIADO NADA

El cese de Castillo trajo para Perú una de sus peores crisis recientes, con casi medio centenar de muertos por la represión de las fuerzas de seguridad en las protestas por su detención y en contra de quien tomó el mando, la que era hasta ese momento su vicepresidenta, Dina Boluarte, cuyo mandato ha quedado en entredicho.

La llegada de la primera presidenta en la historia del país no ha resuelto como se creía esta crisis, cuyo último capítulo se resiste a ser escrito. Las protestas exigiendo su dimisión y la convocatoria de elecciones continúan, enfrentándose además a serias acusaciones de crímenes de lesa humanidad por aquellas muertes en las manifestaciones de principios de año.

Mientras tanto, la convulsa situación del país no se detiene y el nombre de Boluarte se escucha en los mismos reproches que en su día acuciaron a Castillo, como los cuestionables nombramientos de varios altos cargos, el supuesto plagio de sus trabajos, o las sospechas sobre el origen de la financiación de sus campañas.

No obstante, Boluarte, a diferencia de Castillo, ha tenido un equipo de gobierno más sólido y ha sabido lidiar con un Congreso donde no han prosperado ninguno de los intentos por hacerla caer. La presidenta sigue desoyendo las demandas de quienes se manifiestan exigiendo un adelanto de las elecciones, previstas si no cambia de opinión para 2026.

Hasta entonces, Boluarte tiene por delante el mayúsculo reto de alcanzar acuerdos de gobernabilidad y refuerzo de las instituciones con un Congreso que ha dado ya en numerosas ocasiones muestras de mirar más por sus propios intereses partidistas y una sociedad civil que no le perdona cómo alcanzó el poder y su frialdad con respecto a las muertes en las protestas.

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