>LA NACION>LifestyleDesde embajadores hasta rescatistas israelitas, todos fueron a comer a la parrilla fundada por la familia Cattach, uno de los restaurantes kosher más antiguos de la capital26 de septiembre de 202211:48Matias Avramow El teléfono no deja de sonar. “Hola, Al Galope, buenas tardes. Mirá, ahora está cerrado, abre a las siete”, responde Alberto Cattach (64) sentado detrás de un escritorio en su restaurante en el barrio de Once. Él es el dueño de una parrilla particular: está prohibido servir bondiola, dulce de leche o cualquier producto que no esté aprobado antes por un rabino. “Te podría afirmar que somos la primera parrilla kosher de la ciudad Buenos Aires, incluso del país”, agrega Cattach recargado en el respaldo de la silla.Cualquier transeúnte podría seguir de largo sin percatarse de lo que hay en el número 2633 de la calle Tucumán. Es zona de comercios dedicados a la industria textil. Sin embargo, no dejan de entrar y salir personas. Hasta la media noche, el trajín no cesa. “Hay días en que se forman filas en toda la calle. Incluso, han venido delegaciones de la embajada de Israel y de Egipto… ¡hasta el embajador de Arabia Saudita comió acá! Imaginate que llegaron él y sus custodios en dos limusinas acompañados por 24 motos. Cortaron toda la calle”, presume Cattach.Flora, en la caja de “El Galope”Agencia AFVEl lugar es famoso entre la colectividad judía: “La gente que come aquí conoce este restaurante desde que es chica”, agrega. Y es que antes de Al Galope, no existían más que dos restaurantes kosher. Hoy, solo este permanece en pie.Además, Al Galope es uno de los pocos proveedores de comida kosher en los hospitales de la capital. “Trabajamos con el Sanatorio de La Trinidad Mitre, el Sanatorio Otamendi, Medicus, la Suizo Argentina, y Diagnóstico Médico”, lista.Según Cattach, mantener este negocio es más complejo que un sitio de comida tradicional. “Todos los días hacemos todo desde cero”, explica.Su jornada comienza a las ocho, cuando llega la carne de un proveedor kosher. En ese instante, hacen la charcutería del día y, a la par, limpian las verduras. Es una rutina que se repite todos los días, ya que en el restaurante no hay freezer.A las ocho y media llega Maximiliano, que inspecciona con puntillosa vocación todos los alimentos. Él estudió crítica de arte, pero hoy es uno de los dos supervisores rotativos que el Gran Rabinato de la Congregación Sefaradí designó para Al Galope. “Todo tiene que estar revisado en función de la Halajá [la Ley]. Por ejemplo, no podemos comer cerdo, sangre o verduras que tengan insectos”, ejemplifica. En cada turno de Al Galope -mañana y tarde-, hay un supervisor que se asegura que la Halajá se cumpla.Alberto en la puerta de “El Galope”, en el corazón de OnceAgencia AFV“Es complicado hacer todo desde cero. Por ejemplo, nosotros no compramos condimentos molidos. Todo grano se muele acá en el momento de cocinar. Vos vas a comprar esos polvos que venden y no sabés qué tienen adentro”, dice Cattach.-¿También lo administrás solo?-No, mi mamá es el motor de este negocio. Ella llega a las cinco de la tarde. Maneja a todo el personal, le dice a el equipo lo que tiene que hacer, y se encarga de cerrar el restaurante hasta la medianoche. Me deja todo listo para abrir en la mañana. Es impresionante porque tiene 90 años, pero es más lúcida que todos nosotros.De reyes de la carne a reyes del asadoFlora Cassuto -madre de Alberto- habla con acento extranjero, pausada. Aún con 65 años en Buenos Aires, nunca logró un castellano fluido. Según confiesa, el idioma fue lo que más le costo al llegar exiliada de Egipto. No le gusta mucho hablar de esa parte de su vida y tampoco conserva fotografías. “Solo tengo la de mi casamiento y una de cada uno de mis hijos”, asegura. “A mí me ves trabajando y muy activa, pero tengo muchas cosas que me he guardado. Las fotos me tendrían llorando. Además eso ya pasó”, insiste.En Egipto, su esposo Salomón Cattach tenía un “imperio de la carne”, como lo describe ella. “Mi esposo le vendía carne directamente al Rey Faruq I [el último rey de Egipto, derrocado en 1952]. Éramos una familia importante. Como aquí hay una avenida ‘Pueyrredón’, allá había una calle Cattach”, explica mientras pide que le preparen un café turco en la cocina de Al Galope. Todos parecen acatar sus mandatos sin chistar. “Hazlo rico”, le ordena al cocinero.Tras el conflicto con Israel y la guerra de Sinaí en 1956, Gamal Abdel Nasser Hussein (entonces presidente egipcio y principal impulsor del socialismo árabe) expulsó a más de 25.000 judíos, otros 3000 fueron encarcelados, y a todos ellos les confiscaron sus bienes. “Nosotros tuvimos que renunciar a nuestra ciudadanía, donar todas nuestras pertenencias al Estado y salvarnos el pellejo”, relata como si fuera una simpleza.Cuando Flora y Salomón se marcharon de Egipto les pusieron un sello en sus documentos que decía: “Renuncia a la ciudadanía egipcia”. Flora solo regresó una vez a Egipto, pero, según describe, todo estaba cambiado-¿Cómo conociste a Salomón?-El hermano de Salomón y el mío, eran amigos. Y yo era amiga de su hermana. Todo el tiempo iba al negocio a comprar carne porque me gustaba el hermano de Salomón. Pero ese chico era imposible, y bueno, terminamos así.Esta es la única foto que Flora conserva de su marido en su casa. A ella no le gusta ver fotos de personas que realzan su tristeza-¿A qué se dedicaba tu familia?-Mi papá era dueño de una zapatería en un shopping como el Harrods de acá. Mi mamá, de soltera, era maestra, pero después se dedicó a criarnos a mis hermanos y a mí. Cuando tuvimos que dejar Egipto, mis padres se fueron a Israel y yo, con mi marido, nos mudamos a Buenos Aires. Una de las hermanas de Salomón vivía en aquí y arregló todo para que viniéramos.En 1957 se embarcaron en El Cairo. Navegaron 30 días hasta el puerto de Buenos Aires. Solo trajeron como equipaje un maletín con ropa para su bebé recién nacido, además de “lo que llevaban puesto”. En un principio, no les fue fácil conseguir un lugar para vivir. “Llegamos con nada, ni siquiera sabíamos el idioma… Empezamos como pudimos”, cuenta Flora. A través de contactos, dieron con un pequeño monoambiente dentro de la Sinagoga de Ciudadela, en Tres de Febrero. “En ese cuarto nació Alberto”, agrega.Esta es la única foto de Flora Cassuto y Salomón Cattach recién llegados a Buenos Aires en 1957Desde muy chico, Alberto recibió varios golpes que lo marcaron. A su padre le fue difícil adaptarse a la vida en Buenos Aires. “Había tomado un empleo como asistente en una carnicería del barrio, pero duró poco”, recuerda Cattach. “Fue un bajón importante para mi padre y, lamentablemente, hasta que se fue no pudo superar lo que le pasó. De donde estaba adonde llegó… fue un abismo”, reconoce. Unos años después, murió su primer hermano al caer del balcón de un apartamento. “Fue algo muy fuerte, especialmente para mis padres”, opina Cattach con un dejo de tristeza.Alberto empezó a trabajar desde muy joven: “Junto con mi madre y mis hermanos hacíamos changas, como limpiar o enmendar ropa. Así fuimos creciendo”, describe.Comenzaron en su casa, pero en unos años la familia fundó un negocio textil en el barrio de Flores, y a principios de los 90 surgió una nueva idea: “Íbamos caminando a nuestra tienda cuando encontramos un chalet divino, un local de ropa que tenía un anuncio de venta. Y ahí empezó la locura, el sueño de abrir nuestro restaurante”, cuenta Cattach. “Tardamos seis meses en la obra. Era una casa vieja, contraté a 22 obreros para que la remodelaran”, agrega.Él no quería hacer comida sefardí tradicional, buscaba algo que se acoplara a la ciudad. Así que mientras construía el primer restaurante, Cattach buscó asesoría: “Me fui a La Estancia, una de las parrillas más tradicionales de Buenos Aires, en Lavalle y Esmeralda, y contraté a un gaucho para que nos enseñara a hacer un buen asado”, explica.Alberto y su hermano Mauricio aprendieron del parrillero durante seis meses. “Un día el gaucho me dijo: ‘Si me quedo un día más, les estoy robando’. Al día siguiente abrimos nuestro restaurante”, agrega. En septiembre de 1992, los hermanos Cattach fundaron la primera parrilla kosher de la ciudad.Una de las hijas de Alberto Cattach en la apertura del primer Al Galope, en el barrio de FloresGentileza-¿Recuerdan cómo fue aquél primer día?Flora: Fue un lío, no sabíamos donde estábamos parados.Alberto: Muchos clientes, muchísimos pedidos a la vez. Parecía que estábamos frente a una jauría de perros a punto de comernos. Me acuerdo que, para descansar un minuto, nos escondíamos detrás de una barra muy linda que teníamos.Flora: Durante la primera semana, no sabíamos si era de noche o de día. No había horario. A las cinco terminábamos el turno del almuerzo, a las seis íbamos al mercado, y a las ocho estábamos atendiendo otra vez.-¿Por qué creen que tuvo tanto éxito y tan rápido?Alberto: Había mucha expectativa. Fueron seis meses de espera. Todo el mundo preguntaba: “¿Y? ¿Cuándo abren?”. Y el mensaje pasó de boca en boca. La gente hablaba y decía: “che va a abrir un restaurante kosher en Flores”.Mauricio Cattach junto con su esposa (quien prefirió no ser nombrada) en el primer Al Galope en FloresFlora: Lo cierto es que siempre tuvimos ayuda. Creo que algo bueno que nos dejó mi esposo es que se había hecho de un nombre en el barrio. Era un tipo muy correcto, todos lo respetaban y confiaban en él. Eso nos ayudó mucho a nosotros.A partir de eso, fueron tres años de mesas llenas y poco descanso. “Vinieron políticos y celebridades. Llegaban de Once, de Flores, de Palermo y de Barracas. Todos los barrios donde hay concentración de colectividad judía conocen este lugar”, asegura Cassuto. “A este restaurante llegan muchas comitivas internacionales. Incluso, le dimos de comer al equipo de rescatistas israelitas cuando fue el ataque a la AMIA”, agrega Cattach.Después del atentado contra el edificio de la AMIA, un equipo de rescatistas israelitas llegó a Buenos Aires a asistir a las víctimas. “Todas las noches después de remover escombros, los rescatistas enviados desde Israel comían en Al Galope. Venían hechos pomada, cansados, con polvo encima, pero nosotros los esperábamos. Hasta el día que volvieron a Israel fueron invitados nuestros”, cuenta Cassuto.Un año después, Al Galope se mudó al barrio de Once porque Flores “no era el lugar indicado”, como lo justifica Cattach. “Habíamos invertido mucho, pero no funcionó como esperábamos″, reconoce. En Once se convirtieron en un emblema del barrio. “Son tres generaciones de familias que vienen a este lugar. Cuando abrimos, comencé a darles caramelos a los niños. Ahora se los doy a los hijos y a los nietos”, explica Cassuto. “Por eso acá me conocen como ‘Abuela Flora’”, agrega.Flora, además de encargarse de la administración de la parrilla, también prepara algunos de los postres clásicos de El GalopeAgencia AFVAlberto Catach hoy se muestra más cansado que su madre y muchas veces se cuestiona el seguir con este negocio. “Pasaron muchas cosas. Hace siete años murieron mi hermano y mi padre, casi al unísono”. Mauricio tuvo un cáncer del cuál no sobrevivió y, según cuenta su familia, el padre murió cuatro meses antes, al conocer la noticia de la enfermedad. “Se quedó dormido y no se despertó más”, cuenta Cattach. Detrás del escritorio de Al Galope, hay una boina colgada en el muro. “Es el único recuerdo que tengo de mi viejo aquí… si tuviera fotos estaría llorando todo el día”, agrega.-¿Tenés algo para recordar a tu hermano?-Tengo un alfajor… Cuando empezó la quimioterapia estaba con muchas náuseas, entonces le llevé el alfajor y le dije que lo comeríamos juntos cuando saliera. Y bueno, lo guardé como recuerdo.Flora Cassuto no quiere dejar de trabajar. “Lo extraño cuando no estoy aquí”, confiesa. “Yo vivo sola, puedo dormir todo el día, o tomar el sol en la mañana. Sin embargo, viene la tarde y estoy acá. Me gusta el movimiento, la acción, el trabajo”, concluye.Matias Avramow Conforme a los criterios deConocé The Trust ProjectTemasTodo es historiaMás notas de Todo es historiaOtra vida. Una pareja viaja con su hijo desde hace siete años: “Desde el día uno nos fue gustando demasiado todo esto”En San Telmo. 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